- “Doctor, en mi pueblo existe una mujer que todavía hace quipus”, le dijo hace cuatro años Filomeno Zubiate a su amigo, don Federico Kauffmann Doig. Al escucharlo, el reconocido etnógrafo abrió los ojos sorprendido.
- ¿Hace quipus, dices?, ¿los usa?
- Sí, doctor, pero solo cuando alguno de la aldea se muere.
- Filomeno, tiene usted que llevarme a su pueblo.
- Claro, doctor, pero no es tarea fácil. Cuspón está allá lejos, bien arriba, en la puna. Solo se puede llegar a lomo de bestia.
CUSPÓN
- Yo llego, Filomeno. Me tiene usted que llevar.
Así fue como el también arqueólogo se enteró de la existencia de Licuna, la última Quipucamayoc (“la que crea quipus”, en quechua) de una pequeña comunidad ancashina de la provincia de Bolognesi, que está allá lejos, bien arriba, en la puna, sobre los 4.100 m .s.n.m.; una de las pocas con vida de las que se tenga registro en la actualidad.
Kauffmann luego conocería que un colega suyo, Arturo Ruiz, había arribado al lugar a finales de los noventa, guiado a su vez por el buen Zubiate. Pero no era lo mismo escucharlo o leerlo. Que a un investigador de las costumbres ancestrales le cuenten que una de ellas, casi desaparecida, sigue en vigencia, es una invitación directa a coger el mapa, agarrar la mochila y partir para ver con los propios ojos.
Sin embargo, cuenta el investigador, el viaje se dilató debido a que tuvo que partir a Alemania para ser embajador, un cargo que ejerció por tres años en los que añoró como nunca sus expediciones científicas a los Andes y la selva del Perú. Una vez de vuelta, la primera aventura no podía ser otra que la de ir a buscar a esa mujer que confeccionaba y usaba quipus, exactamente iguales, a los que se hacían en el Tahuantinsuyo.
“Licuna es como le dicen, pero se llama Gregoria Rivera. Debe tener unos 85 años y está muy lúcida, aunque olvide su edad. Cuando la conocí me dijo bien orgullosa que el conocimiento provenía de su madre, que a esta se lo heredó su abuela, y así, para atrás”, narra el historiador.
- “Tengo un quipu que no llegué a usar, se lo voy a enseñar”, le dijo Licuna a Kauffmann a fines de agosto.
ATADURA DE PENSAMIENTOS
Lo que Licuna mostró al estudioso fue un cordel trenzado de varios metros de largo en el que se podían observar muchos nudos. Los atados le parecieron muy familiares. Pronto, ella confirmaría lo que Zubiate le había dicho años antes, que los confeccionaba cada que vez que alguien en Cuspón perdía la vida. El que sacó era azul y blanco.
“A este artefacto se le puede llamar quipu porque los nudos son exactamente iguales a los que yo he encontrado y que datan de la época del Incanato. A ello se suma el hecho de que lo envuelven muchos conceptos relacionados al Imaginario Inca, e incluso Preínca, aunque mezclados con principios propios de la doctrina católica. De esto último se deriva que su función ya no sea la misma”, subraya el etnógrafo al contar su experiencia.
“El motivo por el que el quipu sobrevivió al proceso evangelizador fue porque se adaptó al cambio de pensamiento para privilegiar la religión española. Los indios comenzaron a usar los quipus, el sistema de cuentas de sus ancestros para orar. Lo que se preservó, sin embargo fue la forma física y la creencia Inca de que hay que proteger el camino de los muertos, el tránsito al más allá”.
Cuando alguien fallece, empieza el trabajo para Licuna, quien al tener listo el quipu lo coloca como un cinturón alrededor de la cintura del difunto. Con aquel permanece durante el velatorio, con aquel se va hasta la tumba.
- “¿Y cuando usted parta, ¿quién le va a hacer su quipu?”, le preguntó Kauffmann a doña Licuna la última vez que la vio.
- Ya le he enseñado a mi hija. Lo que me enseñaron, yo se lo he pasado a ella.
“En pueblos pequeños y remotos es posible encontrar que se siguen costumbres y tradiciones ancestrales, como ha ocurrido en el caso de Cuspón”.